Mexico's Southern Front
Guatemala and the Search for Security

by Kate Doyle

Posted - November 2, 2003

 

Spanish translation of interview with Edwin Quiñónes Morales

Edwin Quiñónes Morales, de 45 años, ha vivido en el exilio fuera de Guatemala por casi veinte años. Cuando abandonó su país, en 1984, era un comerciante recién estrenado como padre y miembro de la oposición política clandestina.

Su decisión de huir de Guatemala llegó inmediatamente después del secuestro y el asesinato de un familiar de su esposa, Lucrecia, por parte de las fuerzas de seguridad. Era el tercer ataque a la familia de ella -en 1981, en la cumbre de la violencia del régimen de Lucas García, Emma, la hermana mayor de Lucrecia de 21 años, fue secuestrada y encerrada en una base militar en Quezaltenango. Ella logró escapar. Su hermano Marco Antonio, de 14 años, no tuvo tanta suerte. Un día después, miembros de las fuerzas de seguridad lo desaparecieron. Nunca lo volvieron a ver.

Edwin y Lucrecia decidieron llevarse a su hijo recién nacido, Julio, y huir a pie hacia México. Escogieron este país, recuerda Edwin, porque tenía reputación de ser una nación tolerante y democrática. México había abierto campos de refugiados en el sur para acoger la oleada de guatemaltecos que escapaban de la violencia en su país, en su mayoría indios mayas, y había permitido que los miembros de la oposición política guatemalteca vivieran a salvo en la capital.

Pero menos de tres meses después de haber llegado a Ciudad México con su familia, Edwin y otros dos compañeros suyos fueron arrestados por fuerzas de seguridad mexicanas. La Federal de Seguridad mantuvo a los hombres incomunicados y los torturó durante días en una celda clandestina. El jefe de la Dirección Federal de Seguridad, José Antonio Zorrilla Pérez, dirigió las sesiones de interrogatorios. Después de tres semanas de detención, a Quiñones y sus compañeros los deportaron a Cuba y les advirtieron que no regresaran a México hasta después de diez años. Su esposa y su hijo se le unieron a él ocho meses después, cuando arreglaron un encuentro en Nicaragua.

Edwin Quiñones Morales habló con Proceso por teléfono desde Costa Rica, donde vive con Lucrecia y Julio. Esta es la primera vez que habla en público de su experiencia en manos de los mexicanos.


Agentes de la DFS capturaron a nuestro grupo el 3 de julio de 1984, incluyendo a mi esposa e hijo, quien tenía un año en aquel momento. Después de que me llevaron, amenazaron a mi esposa diciéndole que si ella decía algo me lastimarían. Lucrecia y Julio estuvieron incomunicados hasta el 9 de julio.

Su liberación se da por la denuncia que hizo el PSUM [Partido Socialista Unificado de México]. Cuando salió Lucrecia denunció nuestra captura. La revista Proceso publicó la historia ese mes [no. 402]. Usted puede consultarla, todos nuestros nombres están ahí.

Los agentes de la DFS siempre tenían vigilancia sobre los compañeros, eso era cosa de rutina. Ellos estaban vigilando, tenían siempre intervenidos nuestros teléfonos, pero entonces, comenzaron a acorralarlos - comenzaron a capturar a los guatemaltecos indiscriminadamente. Ellos capturaron a muchos exiliados guatemaltecos y los interrogaron para reunir información de inteligencia. Esta fue la época en que el gobierno de Guatemala comenzó a presionar mucho a México respecto a los refugiados, y respecto a los militantes que estaban cruzando la frontera.

Había muchas personas en Guatemala entonces que apoyaban a la oposición. Nosotros ayudamos a salir a muchos de ellos, a que vinieran al DF. Antes de que me arrestaran, yo había ido a Tapachula para encontrar a algunos compañeros y llevarlos al DF. Llegamos a la capital. Dos de ellos se quedaron con Lucrecia y Julio y conmigo en el apartamento. En la mañana del 3 de julio, Lucrecia salió con Julio mi hijo para comprar pan para el desayuno. Alguien con quien se suponía debíamos encontrarnos en la calle me llamó y me dijo: "veamonos a las 9". Yo estaba preocupado. Yo pensaba que el teléfono no era seguro. Diez minutos después de que el compañero me llamara, llegó la policía. Ellos tocaron -y yo sólo abrí la puerta, ni siquiera pensé en eso. Nunca hubiera hecho eso en Guatemala.

Al entrar los sujetos de civil me encañonaron, uno me apunto a la cabeza y el otro en el pecho, luego, entro el tercero y comenzaron a registrar el apartamento y encontraron a los otros dos compañeros que estaban con nosotros. Lucrecia y Julio llegaron. En ese momento, alguien me llamó por el teléfono. Los agentes querían que yo arreglara un encuentro con él para que yo se los entregara, pero no lo quise entregar. Hablamos en código por teléfono y la policía agarró el teléfono y comenzaron a golpearme. Me ordenaron que les dijera a qué hora iba a reunirme con la persona y dónde, pero no se los dije.

Ellos nos sacaron del apartamento y nos metieron en un auto, y nos llevaron a una de las estaciones de la DFS, cercana al Monumento de la Revolución. Nos vendaron los ojos para que no pudiéramos ver adónde nos dirigíamos. Mientras yo estuve en el auto, nos robaron todo - nuestros relojes, nuestras billeteras. También se llevaron todo el dinero que teníamos en el apartamento. Estos tipos tenían pistolas, radios. Un auto iba al frente, y otro detrás, como de costumbre. Cuando llegamos a la estación, nos pusieron en el sótano. Tenían celdas clandestinas allí, adonde nos pusieron a nosotros y a otras personas. Yo recuerdo el sonido de enormes aires acondicionados que se oían todo el tiempo - estos cubrían los gritos.

La persona que dirigía mis interrogatorios era José Antonio Zorrilla Pérez. Ellos lo llamaban el "coronel". Él me golpeaba también. Todavía tengo problemas en la espina dorsal a causa de los golpes, y me fracturaron algunas costillas.

El "coronel" me decía, para asustarme: "Somos cabrones." El me dijo que los militares mexicanos habían ejecutados a líderes de la oposición guatemaltecos.

Ellos me golpearon - mi interrogador decía, "Denle una paliza!" Me amenazaron con tirarme al Golfo de México, o con devolverme al gobierno de Guatemala. Me pusieron una pistola en la cabeza y dijeron," ¿No tienes miedo de morir?" Ellos me insultaron en su estilo mexicano, me golpearon con el canto de sus pistolas. Querían que yo entendiera que ellos tenían el control y que mi vida estaba completamente en sus manos. Uno nunca sabía cuándo le pegarían o lo patearían a uno. Me di cuenta durante estas sesiones que cualquier cosa podía pasarme. Nunca les di la información que pedían, a pesar que me decían que ya todos habían colaborado e incluso que ellos me habían entregado.

En mi celda siempre había luz, no se sabía si era de día o de noche. La única forma en que yo sabía que el tiempo estaba transcurriendo era cuando llegaban las comidas. Yo traté de no comer ningún alimento, no quería comer. Pero ellos se las arreglaron para drogarme una vez. Un día el "coronel" me sacó de la celda para interrogarme, pero no me golpeó mientras me hacía las preguntas. Me interrogó calmadamente, sin pegarme. Yo sentí suspicacia. Estaba nervioso, mi boca estaba seca. El "coronel" me preguntó si quería tomar agua, así que tomé un poco. Entonces comencé a sentir que me desmayaba, que perdía el conocimiento. Me sentí muy raro, me costaba trabajo hablar. Me llevaron a la celda y al poco tiempo llegaron nuevamente por mi para llevarme de nuevo al interrogatorio con el "coronel." Yo me esforcé a contestar exactamente de la misma forma en que lo había hecho antes. Eso le enfureció, y me golpeó.

Había dos clases de tortura que ellos usaron conmigo: los golpes, los cuales recibía en el pecho, mi abdomen y mi espalda. Y el barril de agua. Cuatro de los seis hombres me metían en un barril de agua y trataban de ahogarme. Mientras estaba dentro del barril me daban de patadas para sacarme el aire, así fue como me fracturaron las costillas. Sumergido en aquel barril ellos me decían "¿vas a hablar?." Yo movía mis manos para que me sacaran y luego movía mi cabeza diciéndoles que no. Entonces me volvían a meter. Lo hicieron repetidas veces. Uno de ellos estaba enojado conmigo porque no hablaba - me dio un punta pie en la cara y me lastimó la nariz, después me levantó la cabeza halándome del cabello y me apagó su cigarro en la herida que tenía en el nariz.

Lo peor de los interrogatorios y las torturas duró alrededor de 10 días. No era sólo tortura física, sino también mental. Ellos me mostraban fotos de mi bebé y me decían: "Hazlo por él." Un día, ellos me pusieron de pie en un cuarto frente a un pared durante un día entero para que escuchara los gritos de alguien a quien estaban torturando. Otra vez me llevaron a que me viera un doctor. Yo me imaginé que querían saber si podían seguir interrogándome - si yo sobreviviría a la tortura. Él me preguntó: "Orale, qué hizo usted para merecer esto?" Le conteste que nada, además le pregunte si él iba a dar el visto bueno para que me siguieran torturando.

Cuando huí de Guatemala, pensamos en México porque creímos que era seguro. Una vez durante mis interrogatorios, Zorrilla me dijo, "Nos comprometíamos con ustedes." Le dije que yo pensaba que México abogaba por los derechos humanos y respetaba los derechos humanos de otras personas. Él se rió y dijo, "¡Esas son puras babosadas!"

El pueblo mexicano es un pueblo muy solidario. El gobierno mexicano es otra cosa. Yo siempre estaré agradecido al pueblo mexicano - pero no al estado mexicano. Ellos me detuvieron, me torturaron. No había ninguna diferencia entre ellos y los torturadores de Guatemala, El Salvador, Argentina, Brasil. La conducta de los mexicanos era exactamente la misma - vestían ropas diferentes, pero la represión era la misma.


Traducido por Midiala Rosales Rosa.